La fertilidad humana siempre ha estado íntimamente ligada con la tierra y los frutos que ésta produce, así la palabra semen procede del vocablo latino “semen-seminis”, es decir semilla. Por su parte, la palabra espermatozoide, de aparición mucho más reciente, fue acuñada en el siglo XIX por el investigador Karl Ernst von Baer y procede del término griego “sperein”, cuyo significado es sembrar (Clift y Schuh, 2013).
Inicialmente y a lo largo de la antigüedad, el protagonismo en lo que a la fertilidad se refiere, lo asumió de forma casi absoluta el semen, lo que dado la influencia cultural de la época no es de extrañar. Así Hipócrates (460–370 a.c.) postuló que existían dos tipos de semen, uno originado por los varones, mediante la eyaculación y otro por las mujeres que era su sangre menstrual. Para Aristóteles (384-322 a.c.) el origen del semen procedía de un proceso evolutivo generado a partir de la sangre y consecuente al calor corporal masculino y consideraba que las mujeres, a su entender, al ser más frías no podían realizar dicha conversión, por lo que generaban un “semen impuro”, lo que generaba la sangre menstrual.
En la mayoría de mitologías clásicas el semen ocupó un lugar muy destacado, ya que era considerado como un fluido que emanaba y procedía de los dioses y que desempeñaba un papel determinante en el origen de la creación, así para los sumerios y babilónicos las eyaculaciones del dios Enki originaron el agua, las plantas, así como otros dioses.
Para los hinduistas el dios Brahma se autoformó a partir de su propio semen y luego originó el resto de la creación. Para los antiguos egipcios el mundo se formó a partir de una eyaculación del dios Atum, que a su vez originó el Nilo, fuente imprescindible para la supervivencia del país.
En las culturas orientales las valiosas piedras preciosas procedían de gotas de semen. En las ricas mitologías precolombinas la naturaleza es un ser vivo que contiene la energía potencial para lograr la conservación y desarrollo de todo ser vivo, existiendo una vez más una muy estrecha simbiosis entre la diosa tierra Pachamama y su esposo Pachamac, dios creador del cielo, que le otorga y premia con el poder de generar. Muy similar es la mitología polinésica, para la que todo lo creado se origina a partir de Tangaroa, el padre que creó el cielo, y de Papa, la madre creadora de la tierra, y así la lluvia es el semen del cielo que fecunda la tierra.
Para los griegos la atractiva y lujuriosa diosa del amor y el sexo Afrodita, se originó a partir de la fusión de la espuma del mar con la sangre y el semen de Urano, al que Cronos despojó de sus genitales y lanzó al mar, lo facilitó la simbiosis de esos tres líquidos.
El importante protagonismo seminal perduró a lo largo de varios siglos, aunque lógicamente con evidentes variaciones. Así, los grandes pensadores clásicos, Aristóteles, Hipócrates y Demócrito, le dedicaron extensos estudios a este “valioso liquido”, con muy diversas y curiosas versiones e interpretaciones (Aristóteles, 1997). Incluso el gran Leonardo de Vinci también se sintió atraído en su investigación y en alguna de sus láminas ilustró el origen del fluido seminal en el cerebro (Cobb, 2006; Noble y cols., 2014).
Fue en la antigua Grecia donde surgieron 3 líneas de pensamiento para explicar las leyes del la formación y el desarrollo del nuevo individuo: el preformacionismo, la pangénesis y la epigénesis. El preformacionismo establecía que el desarrollo de un cuerpo no era más que el crecimiento de un organismo que estaba ya preformado (Leucipo de Mileto s.V BC; De rerum natura, Demócrito; Oliva y cols., 2008). Curiosamente, esta teoría resultaba coherente con las observaciones de Nicolas Hartsoeker en el siglo XVII, cuando representó un supuesto “homúnculo” dentro del espermatozoide (Hartsoeker, 1649). Estas observaciones se produjeron tras que el inquieto comerciante y aficionado investigador holandés Antonie van Leeuwenhoek descubriera la presencia de pequeñas “serpientes” en la observación de eyaculados de conejos y perros, mediante unas lentes que el mismo había diseñado (Laine, 2015). De esta manera, se consideraba que el gameto masculino era portador de una versión minúscula y preformada del nuevo ser y que solo precisaba del terreno adecuado para poder implantarse y desarrollarse (Howards, 1997).
Otra de las líneas de pensamiento nacida en la antigua Grecia fue la Pangénesis, que establecía que el semen se formaba por la suma de pequeñas partículas procedentes de todas las partes del cuerpo que, circulando por la sangre, llegaban hasta el testículo, y se transmitían durante el acto sexual a la descendencia (Anaxágoras, Demócrito, y textos Hipocráticos; s.V a.c.). Esta fue la base de la hipótesis de la herencia de las características adquiridas de Lamarck (s.XIX), que posteriormente fue desplazada por la demostrada y aceptada teoría de la evolución de Darwin. Curiosamente estamos asistiendo en la actualidad a un resurgimiento de algunas de las ideas de Lamarck, sobre la base de la evidencia científica, en relación a la transmisión transgeneracional de cambios metabólicos adquiridos, así como de otros tipos de alteraciones a generaciones subsiguientes, lo que puede darse a través de la línea germinal masculina (Heard y Martienssen, 2014; Castillo y cols., 2018).
Finalmente, en la antigua Grecia surgió la teoría de la epigénesis la cual establecía que los órganos del adulto no existían al principio, si no que se formaban durante el desarrollo (Aristóteles, 350 BC). Con la entrada de nuevas tecnologías en el siglo XIX, esta teoría dio fin al preformacionismo (Birkhead y Montgomerie, 2009).
Los siglos XVIII y XIX destacaron por numerosos avances en el campo de la reproducción humana, destacando el biólogo Lazzaro Spallanzani, llamado “Biólogo de biólogos” o “El Magnífico” (1729-1799), que afirmó que para reproducirse era imprescindible la presencia del semen, lo que evidenció mediante la realización de inseminaciones en perros, por lo que le permitió sentenciar con toda contundencia que la generación espontánea era absolutamente falsa e imposible.
Los investigadores Jean-Louis Prevost (1790–1850) y JeanâBaptiste Dumas (1800–1884), publicaron que los responsables masculinos de la fecundación eran los espermatozoides y que por tanto éstos no eran unos simples parásitos del liquido seminal, tal como inicialmente se creyó (“Sur les animalcules spermatiques des divers animaux”, 1821). Poco después, Karl Ernst von Baer (1792– 1876) acuñó el término espermatozoide y logró identificar ovocitos en ovarios de mamíferos y de mujeres, hallazgo que publicó en “De ovi mammalium et homonis genesi” (Academia Imperial de las Ciencias de San Petersburgo, 1827). Oscar Hertwig (1849–1922), demostró que para que la reproducción se produjera de forma exitosa, era imprescindible la fusión de ambos gametos.
Sin embargo no es hasta las primeras décadas del pasado siglo XX, en que se inicia la estandarización y normalización de los estudios seminales en relación a la fertilidad conyugal (Andrade-Rocha, 2009) estableciéndose de forma definitiva y sin ambigüedades, que es imprescindible su valoración para poder intentar determinar y por tanto corregir, la posible causa de la esterilidad de una pareja (Arteaga, 1929)
El indiscutible papel estelar del espermatozoide fue perdiendo valor, hasta que en la segunda mitad del pasado siglo XX su papel en la génesis de un embrión se minimizó y quedó prácticamente relegado al de un simple vehículo o “transportista” del genoma paterno (Oliva y Ballescà, 2012; Castillo y cols., 2018).
La irrupción de las técnicas denominadas ómicas está permitiendo en la actualidad abrir unos nuevos y muy diferentes horizontes, al tiempo que le permite al espermatozoide retomar de nuevo un papel muy destacado.
La integración de la información y de los datos obtenidos por estas técnicas de alta resolución, como son la espectrometría de masas y la secuenciación masiva de nucleótidos, ha revelado componentes del semen que desempeñan un papel decisivo, no tan solo en la fecundación del ovocito, sino también en la formación y calidad del nuevo embrión y por lo tanto en sus posibilidades de supervivencia evolutiva e implantación, hasta dar origen a un nuevo ser (Oliva y cols., 2010; Amaral et al 2013; Azpiazu y cols., 2014; Paiva y cols., 2015; Codina et al., 2015; Castillo y cols., 2018).
El espermatozoide es el producto resultante de un muy complejo proceso de diferenciación celular, la espermatogénesis, el cual consiste en que una célula indiferenciada, la espermatogonia, sufre una serie de importantes modificaciones genéticas, cromatínicas, bioquímicas y estructurales, que le confieren unas características muy específicas y singulares, dando lugar a la única célula del organismo capaz de desplazarse de forma autónoma. Pero para poder adquirir esta movilidad independiente, el espermatozoide una vez generado en la luz de los túbulos seminíferos, debe aún sufrir una serie de importantes modificaciones que realizará a lo largo de su tránsito por la vía seminal, especialmente por los varios metros del epidídimo, y mediante el intercambio de componentes moleculares con los fluidos de las glándulas sexuales accesorias. Durante este proceso madurativo el espermatozoide sufrirá importantes cambios, especialmente en su compactación cromatínica, y como resultado de todas estos cambios adquirirá finalmente su capacidad de desplazamiento de forma autónoma (Cooper y Yeung, 2006; Amaral y cols., 2014; Jodar y cols., 2012).
La fácil disposición en los laboratorios de investigación a disponer obtener espermatozoides y su gran abundancia en un solo eyaculado, han favorecido su minucioso estudio, lo que ha facilitado que en la actualidad se hayan identificado en el proteoma del espermatozoide humano un total de 6871 proteínas y sabemos que aporta de forma exclusiva una parte del proteoma del blastocisto (Castillo y cols., 2018).
La distribución del contenido cromatínico del espermatozoide no se halla de forma anárquica y desordenada, si no que está perfectamente estructurada en dos dominios, uno formado por filamentos de ADN empaquetados por nucleosomas con histonas y otro constituido por unos bloques más compactos que contienen ADN empaquetado y protaminas. Esta estructura podría marcar qué genes precisará el embrión en fases de su desarrollo temprano (Hammoud y cols., 2009; Castillo y cols., 2014; Castillo y cols., 2015).
El espermatozoide para poder fecundar al ovocito de forma correcta debe hiperactivarse, realizar la reacción acrosómica, penetrar al gameto femenino, decondensar sus membranas, al igual que su cromatina y poner en marcha los canales de calcio que eviten la polipenetración. Posteriormente, el genoma paterno y materno se reconocerán, se fusionaran y activarán, y no es hasta alrededor del tercer día de desarrollo, cuando el embrión ya se encuentra en estadio de 4-8 células, que se dará lugar a la activación de la transcripción del genoma embrionario. El espermatozoide dispone de un contenido proteico que parece ser crucial para poder llevar a cabo con éxito todos estos procesos. En concreto hoy sabemos que el gameto masculino contiene 103 proteínas involucradas en procesos de la fertilización y 93 en el desarrollo embrionario previo a la implantación (Castillo y cols., 2018).
Lógicamente el espermatozoide debe aportar al ovocito un centrosoma funcional, imprescindible para reorganizar el material genético, pero también le aporta proteínas, ARNs y ADN con marcas epigenéticas que podrán transmitirse a la descendencia. Estas marcas epigenéticas presentes en el ADN espermático en conjunto con la población de ARNs y proteínas pueden venir determinadas y condicionadas por factores ambientales y estilo de vida paternos, como obesidad, tabaquismo precoz o drogadicción, entre otros, deficiencias que podrán transmitirse a su descendencia, incluso de forma transgeneracional, pudiendo así afectar a la futura salud del embrión generado (Castillo y cols., 2014; Castillo y cols., 2015; Pantano y cols., 2015; Soler-Ventura y cols., 2018).
Todos estos conocimientos, junto con estudios realizados por nuestro grupo relacionando la proteómica espermática y el plasma seminal con la fertilidad masculina, la calidad embrionaria y el éxito de las técnicas de reproducción asistida (Azpiazu y cols., 2014; Bogle y cols., 2017; Barrachina y cols., 2019; Jodar y cols., 2017), están permitiendo que el espermatozoide retome un importante protagonismo, lo que parece permitirá que en un próximo futuro se pueda esclarecer el papel del padre en la formación de un nuevo individuo.